Un libro muy apetitoso: Bill Buford viaja a Lyon y se sumerge en los secretos de la cocina francesa.
Cuando Bill Buford decide escribir uno de sus reportajes no hay medias tintas que valgan. Se sumerge en el asunto y lo vive en sus propias carnes hasta las últimas consecuencias. Lo hizo con Entre los vándalos, cuando se infiltró entre los hinchas futbolísticos británicos. Y ya en el ámbito culinario, en Calor ahondó en el mundo de la cocina italiana. Ahora en La transmisión del sabor hace lo propio con la cocina francesa. Nada de limitarse a leer un montón de recetarios y entrevistar a unos cuantos cocineros. No. Buford sigue el camino marcado por un chef de cocina francesa de Washington: si quiere escribir un libro sobre el tema, debe ir a la ciudad de Lyon, el auténtico corazón de la cuisine française y reino de su sumo pontífice, Paul Bocuse.
De modo que Buford, sin hablar francés ni tener formación como cocinero, hace las maletas y se lleva a su mujer y a sus dos hijos gemelos a Lyon para una estancia de cinco años. Allí estudia en L'Institut Paul Bocuse; logra ser aceptado como aprendiz en un estrella Michelin local, La Mère Brazier, y se somete a una disciplina casi militar (y quizá sobra el casi). Su gran logro será que se le confíe el menú del personal del restaurante.
Por el camino, se hace amigo de un panadero excelso, asiste a una matanza –una auténtica carnicería– del cerdo, descubre productos locales, técnicas de cocina y el duro camino del cocinero francés (que, a tenor de lo que cuenta, resulta ser casi tan bestia como el del samurái).
Resultado: un libro apetitoso, de lectura gozosa, por momentos desternillante y repleto de información de primera mano sobre los secretos mejor guardados de la cocina francesa. Ah, y además es un ejercicio modélico de periodismo con hechuras literarias.
“Lyon
crea chefs. Y, sí, los logros nacen de donde Lyon es lo que es, entre viñedos,
ríos, lagos de montaña, entre aves, cerdos y peces, pero sobre todo gracias a
la creencia, compartida por todos sus habitantes, de que lo que sucede en la
mesa es una de las actividades más importantes de la civilización. Se trata de
intimidad, de ‘convivium’, de creatividad, de apetitos, de deseo, de euforia,
de cultura y de las alegrías de estar vivo”.
Ha sido una auténtica tortura leer estas últimas noches el libro ‘La transmisión
del sabor’, de Bill Buford. Estar ahí tumbado en la cama pero mentalmente
viviendo entre cocinas agitadas, platos que actúan como filtros de siglos de
cultura gastronómica, actitudes de amor a la manduca, desfiladeros de Los Alpes
por donde pasaron Aníbal con sus elefantes y un montón de patés y vinos y
recetas.
Dos o tres noches viviendo al lado de Buford y su familia en un extraño empeño:
voy a escribir de cocina así que voy a aprender a ser cocinero en Francia. Una
pareja neoyorkina que deja su trabajo en prestigiosas revistas, tiene gemelos y
vuela a Lyon y allí se quedan los cuatro: trabajando, comiendo, bebiendo. Esta
es su historia.
Dos o tres noches salivando como Carpanta, sintiendo filtrarse de algún sitio
ese olor tan peculiar que resulta de mezclar mantequilla con chalotas y un vino
reduciéndose. ¿Será posible? ¿De dónde viene este olor? ¿No habíamos quedado en
que los libros huelen maravillosamente a papel y ya está?
Mucho hablar de la polarización de la sociedad pero aquí nadie dice ni mu de la
verdadera división, la auténtica fractura que patatín que patatán: la gente que
cocina y la que no. La que está al loro de cómo se transforma todo en el fuego,
de cuándo salen las cosas de la tierra, cómo se cortan y se sirven y se fermentan
y se elaboran. Y la que lo mismo le da ocho pulardas que ochenta guisantes.
Hay mucho que hablar sobre este libro. Píllatelo y hacemos club de lectura
tragón. Por ejemplo, lo nada que pinta la gastronomía española según el punto
de vista de un norteamericano amante de la cocina y leído como es Buford. O el
infierno en la tierra que es una cocina profesional del más alto nivel, puro
extractivismo laboral. O las maldades de su autor: esa tendencia a decirles a
los franceses que muchas de esas cosas que conciben como ‘tan nacionales’
seguramente sean inventos italianos.
Bueno, que nos lo hemos pasado en grande leyendo esto. Y que qué hambre.
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