Quien ose adentrarse en las páginas de este libro sentirá un escalofrío recorriéndole la espina dorsal, y algunas cosas más. Son doce cuentos de horror, doce relatos sobre el horror: sobre el mal que acecha y los monstruos que surgen de pronto en la realidad más cotidiana, en grandes urbes o pequeños pueblos recónditos.
En uno de los cuentos, una mujer mantiene a raya a los fantasmas que andan sueltos por un barrio periférico de Buenos Aires; entre ellos, los de su madre muerta de una dolorosa enfermedad, los de unas adolescentes asesinadas en la calle, el de un ladrón pillado en pleno robo y el de un chico que huía de un secuestro exprés. En otra historia, una pareja alquila una casa para unas vacaciones en un pueblo que ha ido perdiendo habitantes desde que el tren dejó de pasar; visitan en la estación abandonada la exposición de los perturbadores lienzos de un artista local, pero lo verdaderamente aterrador será conocer al autor de esas pinturas. En otra pieza, los voluntarios de una ONG que reparte comida por barrios marginales son perseguidos por unos niños de pavorosos ojos negros. En otra, una periodista que investiga la historia de una chica desaparecida en un hotel en Los Ángeles, cuyas espeluznantes imágenes recorrieron internet, acaba enfrentándose a otra leyenda de la ciudad…
Después de su monumental y aclamada novela Nuestra parte de noche, Mariana Enriquez vuelve al relato y demuestra que sigue en plena forma como gran continuadora y renovadora del género de terror, al que ha llevado a las más altas cotas literarias. Partiendo de la tradición −desde las novelas góticas hasta Stephen King y Thomas Ligotti−, la escritora explora nuevos caminos, nuevas dimensiones.
Escrito por: Letras Corsarias, Librería
Mariana Enríquez es una escritora que si dice “y sin embargo, se
mueve”, no se está refiriendo a la música de las esferas de los planetas
siderales, como Galileo, sino al desplazamiento del vaso por la tabla de una
ouija.
Si a la alta y la baja cultura tuvieran una frontera –y esta es
una creencia todavía muy extendida–, Mariana Enríquez sería su raya: el lugar donde las dos se encuentran y lo son
plenamente, baja y alta a la vez al 100% de saturación.
Podría estar ocurriendo que toda la pasión desatada con la que
Mariana Enríquez ha leído y escrito –y aquí se incluye todo, la ficción y cada
uno de esos prólogos para colecciones de terror, cada una de esos reportajes
sobre rockeros, cada crónica suburbana– esté regresando de vuelta ahora y
proyectándose sobre su figura. Como si el fan de Enríquez, además de admirar su
trabajo, reconociera en ella a alguien de los suyos y eso actuara como
multiplicador de la adhesión, estados febriles en sintonía. Ahí nos encontramos.
Es posible que Mariana Enríquez ya fuera una estrella del rock antes
incluso de haber empezado a escribir nada.
Nos ha vuelto a la memoria ese libro que tanto explica sobre la
literatura de Enríquez llamado El
otro lado, una antología de su trabajo de no ficción y periodismo.
En una pieza llamada La
casa y los espíritushabla de su relación de amor-odio con el
tablero mistorioso, la ouija, una droga inoculada después de comprarla en un
kiosco cuando iba al instituto.
En su última experiencia vino a visitarlos una vecina muerta:
“Nos cagó a pedos por nuestros ruidos molestos –fue un espíritu muy realista–,
nos habló de su depresión (yo casi lloro: la vejez es terrible) y en un momento
nos agradeció por las flores”.
Abrimos Una lugar soleado para
gente sombría, su vuelta al cuento después de la novela Nuestra parte de noche, y en
el primer relato, ‘Mis muertos tristes’, encontramos de pleno todo el tono
emocional aquella piezqa y de este libro: el cuerpo como la tumba de uno mismo
que se va deteriorando, los fantasmas por todas partes, lo extraño irrumpiendo
como un torrente siniestro en lo cotidiano, en una realidad que se va
desdibujando, deshaciendo.
El terror de Mariana Enríquez es que, leyéndola, lo natural
parece lo otro: lo oculto, lo sombrío, lo acechante, la amenaza. Crece una flor
extraña en cada página y su estilo es lo suficientemente bueno para que seas tú
mismo quien tomes la decisión de mirar hacia la raíz de esa planta, si te
atreves. O a mirar dentro de una heladera, por ejemplo.
De su (enorme) influencia
sobre toda una nueva generación de escritoras latinoamericanas podemos hablar
otro día.
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