Un salvaje e inolvidable relato de iniciación con punkis, mansiones encantadas e imágenes de la Virgen aparecidas en la pared.
«Daniel Ruiz maneja el humor y el sarcasmo con verdadera maestría.» Ana Rodríguez Fischer, Babelia (El País)
«Creo firmemente que Daniel Ruiz es uno de los mejores escritores contemporáneos.» Manuel F. Largo
«Daniel Ruiz escribe maravillosamente. Domina el ritmo narrativo, tiene un excelente oído para el habla popular y un gran virtuosismo técnico al mezclar las voces y trenzar polifonías llenas de hermosura. Sus personajes son inolvidables.» Óscar Esquivias, 20 Minutos
«Junto a Montero Glez, Daniel Ruiz es una de las voces más vivas, más poéticas y más gamberras que nos llegan del Sur en forma de novela.» David García, La Buena Vida
Mosturito crece en un barrio periférico de una ciudad andaluza. Hijo de un padre maltratador que cumple condena, vive con la Tata, su tía, una mujer entrada en carnes y adicta al alcohol, que arrastra su propio historial de desengaños. Hasta ahora, Mosturito ha vivido anclado en ese barrio problemático, esquivando junto a su peculiar pandilla a los matones de la zona, que no dejan pasar ocasión de meterse con el muchacho. Sin embargo, una excursión fuera de los dominios habituales le llevará a conocer a un grupo de chicos que le van a descubrir un mundo nuevo, en el que las familias no pasan apuros para llegar a fin de mes. Eso sí, juntos deberán sortear algunos de los peligros que asolan las ciudades de los años ochenta, como la devastadora epidemia de heroína. También aprenderá a sobrellevar los primeros desengaños amorosos, y a vencer su complejo físico para hacerse con un lugar en su nueva cuadrilla. Un salvaje y peculiar relato de iniciación con punkis, mansiones encantadas y vírgenes que se aparecen en la pared.
Algunos recuerdos están llenos de sesgos. Veíamos hoy en el
periódico que un porcentaje alto de los españoles consideran que la escuela de
su época –casi un 70% entre los 45 y 54 años– era mejor que la actual. No
sabemos si se tratará de una idealización más de esa década llamada Los
Ochenta, pero desde luego esa no es la escuela a la que fuimos nosotros, más
cercana al régimen de terror que a cualquier cosa a la que se le pudiera poner
el adjetivo educativo.
Estábamos pensando en todas estas cosas mientras leíamos Mosturito, la nueva novela
de Daniel Ruiz,
que es libro corsario de la semana. Cuando alguien diga “es que en los ochenta había…”,
coges un ejemplar de Mosturito y
respondes: entre oreja y oreja… y le das así, suavecito, más suavecito de lo
que te pegaban las collejas en los ochenta, sin ir más lejos, algunos de tus
profesores.
“Perico me llamaba la mama, este niño el papa, Periquillo solo
me llama la Tata. O también mi sielo, pero más bien Periquillo, salvo cuando
senfada, que me grita y me dice Pedro Gotor Fernande, que es mi nombre
completo, solo que sin la zeta final”. También lo llaman Mosturito quienes se
ríen de las partes de su cara que no están bien puestas, los macarritas que le
quitan el moni para el kiosko.
Periquillo es una antena que sintoniza todas las violencias que
flotan por una ciudad como la Sevilla de los ochenta: padres y maridos ausentes
salvo para lo malo, madres abnegadas que no pierden la vez (como diría Kiko
Veneno), yonkis, pandillas asalvajadas, barrios pobres y peor que pobres,
servicios sociales en pañales: desprotección, gramática parda e impunidad
frente al abuso, abuso de fuerza, de poder, como el humo de una hoguera de odio
que sube por el ojopatio.
Periquillo podría ser amigo de la niña de Vozdevieja, con su inocencia
resabiada, y vivir en las calles del estado de peligrosidad social de Canijo, por citar dos obras,
las de Elisa Victoria y Fernando Mansilla, como dos referencias sevillanas que
tenemos frescas los lectores. Pero sobre todo hay en esta novela esa rabia
contenida de Los 400
golpes, la película de Truffaut: la falta de horizonte, de una vía
de escape, de un hijo de la falta de oportunidades, de alguien que solo se
encuentra a salvo en un lugar en el que nadie le mira.
“Todo está pasando, y mientras todo pasa está bien estar aquí,
es como una película gratis, donde nadie se fija en mi cara, ni en mi frente,
ni en mis botas guarreosas. Huele a gasolina, a tubo descape, pero también
apesta divinamente a vida. Estoy asomado a la azotea, el suelo está lejos”.
Daniel Ruiz ya había practicado esa escritura de temática
barriobajera, pero aquí da un salto formal. El narrador es el niño, en primera
persona, todo pasa por su filtro, por ese lenguaje práctico que se come letras pero al que no se le escapa una imagen ni un
gesto: todavía está descubriendo el mundo y aborreciéndolo a la vez. Cada una
de sus frases es un intento de agarrarse a algún lugar que no duela, hacer el
mundo habitable por un rato, darle un rato de tranquilidad a esa Tata adicta al
calimocho y al Wiston. Un intento de constarse a sí mismo que no puede
quebrarse.
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