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Nadie en la edad del juicio será capaz de negar la omnipresencia del mal en el mundo: todos los días vemos sucederse catástrofes y calamidades que siembran dolor y muerte; no menos notoria es la contumacia con la que los hombres dañan, injurian, hieren, matan.
Los infamantes deseos de los hombres, su turbia primacía respecto de la voz de la razón, obsesionaron a San Agustín, que veía en elllos el manantial del que brota el mal.
El filósofo y padre le hizo frente al gran desafío intelectual que aquella omnipresencia, la del mal, supone para el pensamiento cristiano: ¿cómo absolver no ya al hombre, sino a Dios, al buen Dios?
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