EL ÚLTIMO NIÑO Anoche soñé que regresaba a Manderley de nuevo. Pero yo nunca he estado en Manderley. Ese es mi pequeño problema. Recuerdo cosas que no debería recordar, porque nunca las he visto, nunca las he vivido. Y sin embargo era Manderley, sin duda, la gran mansión de aquella película que vi de pequeño (cómo se llamaba... ah, sí, Rebecca, de Hitchcock). Y sin duda yo había estado allí. Solo que nunca había podido estar allí, porque ese lugar no existe, era tan solo el decorado de una película. Pero estuve allí. Y también recuerdo haber presenciado el gran incendio de Atlanta de hace casi dos siglos, acompañado de Scarlett OHara, y en aquel pueblecillo que se arruinó por dar la bienvenida a un yanqui llamado mr. Marshall, y haber luchado en un planeta -que no era este- contra una especie alienígena aficionada a reventar estómagos, acompañado de una chica y un gato. El problema es que todo esto pasó, o bien mucho antes de que yo naciera, o bien pasará mucho después, y por tanto no lo puedo recordar. Los médicos dicen que tengo demasiada imaginación, que tengo un tornillo de menos, o una tuerca de más. No voy a discutirlo, pero lo dudo. Y es que no solo recuerdo cosas del cine o de la tele. A veces, recuerdo cosas que veré. Flash-backs de dejà-vu. Recuerdo vivamente haber paseado por una ciudad de esmeraldas acompañado de un espantapájaros cantarín cuando era pequeño, mucho antes de oír hablar del país de Oz, y ahora mismo recuerdo el final de Goldeneye (el malo muere aplastado por una antena parabólica gigante). He quedado con mis amigos para ir a verla mañana. A veces esto me preocupa. Pero luego pienso que ya debería estar acostumbrado a las cosas raras. Después de todo, soy el último de los niños de Elm Street.
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