Todos tenemos,
en mayor o menor medida,
una necesidad de ser nombrados, y más si somos nombrados desde la inocencia, desde el
blanco puro de la infancia donde surge el punto de inflexión, en el que tiempo después,
todo se quiebra. Pablo Baleriola, en Carne Triste (Editorial Cántico; 2023) nos habla desde una voz lenta como él mismo
dice, un narrador agotado ante el ruido de la producción incesante, los antidepresivos y las vacaciones que se vuelven
cíclicas a la espera de que
un día, como narra en Un muchacho que
duerme: “nadie te habla ni te espera, ni siquiera tú porque
te pierdes”.
Su
poética comienza en un habitáculo, un constante intento de hogar cuando el
mismo yo se ve agotado ante la gentrificación de las grandes ciudades, las
idas y venidas en busca de un espacio
donde habitar, donde existir. El autor se encuentra en una huida permanente
hacia un no sabe dónde, sin fin.
El texto,
en un logro literario a modo de simulador Game Boy, nos muestra un cuerpo agotado
que vuelve a Pueblo Lavanda en busca de lo reconocible como si de Ash se
tratara, de los orígenes y el amor de
la familia, sin olvidar el reconocimiento en los otros, en esos amigos que tomamos como parte de
nosotros.
Carne Triste se
divide en tres partes que podrían ser perfectamente tres libros distintos que se encuentran en un diálogo constante por
la búsqueda de la identidad desde diferentes
perspectivas: desde el espacio habitable, la convivencia con los demás
hasta la voz más introspectiva. La
obra funciona a modo de capas que se van encontrando, levantando, por parte del lector. Las emocionales imágenes
no paran de generarse en una lucha constante
entre lo frenético y violento de la vida a la vez que el autor nos
muestra un imaginario riquísimo
y generacional, pero sin dejar de lado la idea de amplitud, de abrazar lo excepcional sin miedo sabiendo
que todo tiene cabida, diálogo, encuentro.
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