Cuando un día, pasado el tiempo, miré mi ciudad por segunda vez, contemplé, consternado, que no quedaba ya nada de «mi» ciudad, o acaso sea más ajustado decir «de la ciudad de mi i...
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Cuando un día, pasado el tiempo, miré mi ciudad por segunda vez, contemplé, consternado, que no quedaba ya nada de «mi» ciudad, o acaso sea más ajustado decir «de la ciudad de mi infancia». Pero ¿para qué andar con rodeos? De lo que no quedaba nada era de mi misma infancia.
Sin embargo, siempre estuve tentado a creer lo contrario.
Varias veces, a lo largo de mi vida, combatí el impulso de consignar algunas de mis reminiscencias, como si quisiera intentar darles más veracidad sobre el papel que en mi memoria. Pero deseché la idea por estúpida y pueril. La palabra escrita, por estar sometida a la materialidad de una plantilla, no es más veraz que la dejada al arbitrio del recuerdo.
Incluso me atrevería a señalar que hay más mentiras escritas que calladas.
Ahora que he cumplido los ochenta y que admito plácidamente que soy estúpido y pueril, me pongo a ello, consciente de que toda mirada es engañosa, y la mirada vuelta hacia uno mismo es presuntuosa, y la más falaz de todas. Pero el engreimiento resulta tan necesario para el bienestar de la criatura humana como el aire o el pan, y el ser humano es ciego y audaz hasta el punto de que llega un momento de su vida en el que desdeña el mundo real (me refi ero al mundo tangible) y, volviendo atrás la cabeza, cree fi rmemente que solo los recuerdos son reales.
Y acaso tenga razón.
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