Bergen, a comienzos del siglo XX. Cuando el verano llega a su fin, Herdis, una niña de unos diez años, asiste al final del que hasta entonces había sido su mundo: sus padres se divorcian al tiempo que estalla la Primera Guerra Mundial. Los ecos del conflicto llegan a sus oídos a través de las conversaciones de los adultos: miedo, avaricia, resentimiento social, y pronto, en Rusia, una revolución... Enfrentada al estruendo del mundo adulto, cruel y lleno de mentiras y pretensiones, Herdis, soñadora y solitaria, se resguarda en la penumbra y busca su propia música. La naturaleza fulgurante, una melodía que surge de los elementos más inesperados, un libro en blanco para escribir sus poemas y su nueva bicicleta serán su única compañía auténtica. Con una sabiduría llena de delicadeza y una precisión cautivadora, Torborg Nedreaas nos ofrece una prodigiosa sinfonía, poética y reveladora. Al ritmo de los diversos movimientos —andantes, scherzos, adagios: Nedreaas los conoce bien, ya que esta novela es en gran medida autobiográfica— ocurren muchas cosas y ninguna. Pues en este libro, como escribió Walt Whitman, «lo palpable está en su sitio / y lo impalpable también»: todo lo que el corazón de Herdis, su voz o sus manos no alcanzan a expresar lo harán sus sentidos, excepcionalmente abiertos a la armonía de la naturaleza, que le procura un júbilo casi insoportable. Sin duda, a lo extraordinario le agrada la soledad. Y, sin embargo, esta novela está poblada de personajes inolvidables, retratados de manera soberbia, siempre con un toque de humor que consigue que nos parezcan muy vivos y entrañables: la carismática abuela paterna Hauge, la encantadora tía Rakel, el impositivo abuelo materno, o Elias Rachlev, el flamante padrastro de Herdis, que la hace reír con sus imitaciones de los soldados alemanes... Todos ellos trascienden la esfera íntima de la pequeña, y componen un retrato coral único de la sociedad noruega de principios de siglo.
Escrito por: La Montaña Mágica
Errata Naturae suele hilar muy fino con las publicaciones que realiza dentro del género de narrativa, y esta vez no iba a ser la excepción. Música de un pozo azul, de la noruega Torborg Nedreaas, es traducida por primera vez al castellano de la mano del murciano Mariano González Campo, y sigue a aquella obra también publicada por la misma editorial, y por la que la autora consiguió gran notoriedad, Nada crece a la luz de la luna. A lo largo del discurrir de esta novela, en la que su protagonista, Herdis, nos hace de salvoconducto imprescindible (y a veces casi espontáneo) para ir saltando a lo largo de las diferentes estampas narrativas que se nos ofrecen, descubrimos a una autora con una ágil pluma que recuerda a lo mejor de Edith Wharton pero sin caer en la pura praxis de las novelas costumbristas. En verdad, en diferentes momentos del discurrir de la lectura, nos encontramos reverberaciones constantes a Middlemarch, de George Elliot (pseudónimo auto-infligido por y de la autora inglesa Mary Ann Evans para poder publicar con ciertas aspiraciones de ser leída por la sociedad victoriana). Sin lugar a dudas, Nedreaas no era ajena a aquellas novelas de décadas previas pero, evidentemente, deja una impronta mucho más personal en Música de un pozo azul, abrazando inequívocamente las evocaciones de Virginia Woolf, al menos en sus premisas. Porque la narración traza un camino tan prístino como laberíntico en la transición de la niña a la adolescente Herdis. Ese mundo adulto que se alborota alrededor de su propia vivencia, las interacciones vívidas y sus respuestas a los extraños comportamientos de mujeres y hombres, la mirada de una niña que nos hace recordar que no todo fue en nuestra infancia tan fácil como siempre hemos querido creer. Es en este último punto donde Nedreaas ejerce sobre el lector una hipnótica narración que, más allá del sexo, hace de su lectura un verdadero descubrimiento. Pero, no lo olvidemos: Música de un pozo azul es una novela que advierte de la fragilidad orbital de la mujer en un mundo fraguado por la sangre de sus compañeros. Con la Primera Guerra Mundial como telón de fondo (ruido, quizás), Herdis luchará por conservar todo aquello que conforma la bella inmediatez de la infancia, sin poder sentir que se disuelven, uno a uno, como arena entre los dedos. Sólo le acompañará esa mística e inaudible música durante todo el acto. Ese largo episodio que marca toda una vida y que se puede resumir en una frase de la que nadie es ajeno: “Estoy hasta las narices de tanta tristeza”. Vicente Velasco Montoya, La Montaña Mágica (Cartagena, Murcia)
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