Vuelve la Premio Nobel con una novela total sobre las andanzas de Jacob Frank, que se autoproclamó Mesías en pleno Siglo de las Luces.
Jacob Frank, el protagonista de esta novela, parece por sus peripecias un personaje ficticio que solo la mente de una novelista podría concebir. Sin embargo, resulta que existió, y su vida está históricamente documentada. La Premio Nobel Olga Tokarczuk parte de las andanzas de este personaje real para construir una novela impetuosa, deslumbrante.
En la segunda mitad del siglo XVIII, el joven judío Jacob Frank se reinventó una y otra vez; recorrió dos imperios, el de los Habsburgo y el Otomano; profesó tres religiones; se autoproclamó Mesías; soliviantó a las autoridades; reunió discípulos y creó una secta que abogaba por romper tabúes y practicaba, según algunos rumores, ritos orgiásticos y bacanales; buscó la trascendencia espiritual en pleno Siglo de las Luces; cuestionó el orden establecido y fue perseguido y acusado de hereje... Con este personaje real casi inverosímil –carismático, loco, subversivo, iconoclasta–, la autora construye una novela épica, histórica, satírica y filosófica que recorre Europa hasta sus confines, desde las aldeas campesinas hasta las sofisticadas cortes. Con una prosa exquisita y un ritmo que no da tregua, Tokarczuk atrapa al lector en sus garras y no lo suelta.
Una novela total, que reconstruye una historia poco conocida de nuestro pasado para abordar literariamente los grandes temas de nuestro presente.
Por fin tenemos en castellano
la obra culmen de la Premio Nobel Olga Tokarczuk. Nada menos que más de mil
páginas que la encumbraron a lo más alto de la literatura. Las razones por las
que una obra de esta magnitud ha llegado con 9 años de retraso a nuestro país
son, por otra parte, debate para otros escenarios. En estas líneas trazaré una
hoja de ruta (labor que me ha hecho reposar la obra en mi interior varias
semanas tras el término de su lectura) en la que intentaré dejar constancia de
que nos encontramos ante una de las obras más grandes en los que llevamos del
presente siglo.
Tras la controvertida
recepción en su país de origen (Polonia) por el galardón recibido, los escasos
títulos que estaban en castellano inundaban las estanterías de las librerías,
pero sin llegar a consumar la lógica que nos hiciese comprender tal suceso.
Tiene que ser con “Los libros de Jacob”, virtuosamente traducido por Agata
Orzeskek y Ernesto Rubio, cuando encontremos la llave definitiva que nos rinda
ante una escritora de tal magnitud y brillo que, por momentos, ciega al lector
con sus vastos recursos narrativos. La sutil habilidad de manejar la voz
narrativa (del homodiegético al extradiegético, sin temer a la voz coral de los
personajes principales), es digna de ser estudiada y admirada, más en unos
tiempos donde hemos pasado del “menos es más” al “menos es lo único aceptable”.
Sin duda, algunos entes versados en estas lides meta literarias se echarán la
mano a la cabeza, pero solo hay dejarse llevar por la mano de la escritora y
disfrutar del viaje, sin más atisbo personal que el deleite, para darse cuenta,
avanzada la lectura, de la magistral lección de narrativa que Tokarczuk dio a
muchos de sus contemporáneos más laureados. “Quizá sea una cuestión de
alfabeto”, tal y como reflexiona el padre Chmielowsi al inicio del
texto.
Dejando a un lado
disquisiciones abordemos la obra: el poder de la palabra escrita, la palabra
que permanece y puede ser ceniza en la hoguera, pero que puede replicarse como
una célula presta a la supervivencia, hibernar decenas, cientos de años hasta
que el hábitat sea el propicio. La palabra escrita en los libros que vino de la
palabra oral y vuelve a los debates, charlas, lo humano, para volver a ser
escrita. Impresa, porque nos encontramos en la “Res Publica de las Tres
Naciones” a lo largo de la segunda mitad el siglo XVIII. Una Polonia, una
Ucrania y una Lituania en la que coexisten Católicos, Judíos y Ortodoxos (sin
tener en cuenta los musulmanes otomanos), un Antiguo Régimen que daba claros
síntomas de implosión ante los avances de la ciencia, un campesinado alejado de
la alfabetización y de la magia intrínseca que emanaba de los libros, ya fuese
de la naturaleza más primitiva, como de la más ferviente militancia por ser
entendido como único camino para un progreso que no terminaba de gestarse.
Antes de seguir y caer en
compartimentos estancos, decir que “Los libros de Jacob” es una novela con trasfondo
histórico, tal como pudo ser la magna obra de Marguerite Yourcenar, “Opus
Nigrum”, pero nada tiene que ver con los cánones comerciales que hoy día
acostumbra el lector a enfrentar en sus sosegadas lecturas estivales. Aquí
encontramos la totalidad de los temas vitales de la historia de la literatura,
desarrollados con pinceladas alternas a lo largo de una sucesión de hechos que
ofrecen un excelso análisis de Europa Central de aquella época.
Por poner un ejemplo, la
superchería contra el conocimiento, siendo la literatura uno de los caminos más
nobles del saber. La necesidad del conocimiento y la memoria del pasado como
gran regalo que ofreció la invención siglos antes la imprenta; un acceso
gratuito, atemporal y libre al libre albedrío empírico del razonamiento. Y es
ahí, en esa lucha despiadada entre la oscuridad de los debates arcanos y la luz
(muchas veces terrible) de la realidad ineludible de la praxis escrita, donde
aparece nuestro personaje principal (o uno de ellos, mejor dicho), el judío
Jacob Frank, histórico sincretista que, autoproclamado Mesías, intentó, tras
ser conocedor de las tres religiones del libro, aunarlas en una suerte de nueva
“trinidad libertaria” (y aquí me he tomado el lujo y osadía de bautizarla de
tal forma) que llevaría a los nuevos creyentes al paraíso terrenal, en esta
misma vida. Porque, ¿para qué una vida miserable repleta de dolor, enfermedad y
hambre trabajando una tierra que no te pertenece? ¿Para qué seguir unas
doctrinas de más de mil quinientos años de antigüedad, plasmadas en un mundo ya
perdido? ¿Para qué esperar otra Reforma si esta unión entre la carne y el
espíritu es definitiva? Así pensaron todos los seguidores de Jacob, que no
fueron pocos. Porque sí, la teología es un factor importante en una obra que
trata de una época donde casi todos códigos de convivencia pasaban por ese
filtro. He aquí uno de los grandes pilares de esta obra. Y sí, el odio al judío
aparece sin tamices, el desprecio de éstos por los herejes y su connivencia con
sus opresores también. La superstición y el miedo utilizados para fines oscuros
son una constante, la debilidad más humana en la que se divide el mundo: los
que temen y lo que usan el temor en su beneficio. Y en este punto Tokarczuk nos
acerca ese mundo de hace más de 250 años al actual y nos hace reflexionar. Y
mucho.
Porque es un mundo, todo hay
que decirlo, totalmente ajeno al nuestro, mostrado con gran versatilidad al
lector sin miedo al lector ufano y a la
vez cercano al bostezo del abismo intelectual. Segundo pilar en el que este
libro es una auténtica joya. Nos acerca a una sociedad que bien parece de
fantasía, en la que el trasiego de mercancías era tan común y necesario como la
necesidad de vestir un calzado para poder caminar sobre la nieve. En el que lo
exótico era tan relevante como relativo y en el que las distancias no eran tan
enormes como pudiéramos pensar desde nuestra arrogancia postmoderna, pero sí
albergaban la dimensión sustancial para discernir entre lo cercano e inminente
como de lo extraño y sorprendente.
Sin duda la autora
polaca nos sumerge en una historia de una época que contenía grandes virtudes
para la libertad inherente del individuo, como a su vez la opresión de una
sociedad aterrorizada por el miedo a lo diferente. Una sociedad que se nos
muestra en la voz y pensamientos de los numerosos personajes que irán tomando
la voz narrativa a lo largo de la novela. No voy a nombrar uno a uno todos sus
nombres; sobra decir que es una de las grandes novelas hiladas en base a sus
personajes y con la construcción, valga la redundancia, de personajes, en
muchas décadas. Tercer pilar que hace de “Los libros de Jacob” una lectura para
grandes amantes de la literatura, y sobre todo ello, un enorme homenaje al
mundo del libro que bien le mereció el Premio Nobel de 2018.
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