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Los ocho capítulos de este libro analizan los dos itinerarios que siguieron las principales manifestaciones del monacato medieval, tanto desde el punto de vista histórico cómo artístico. Por un lado, la regla de san Benito, guía precisa de la vida del monje en su monasterio; de otro lado, la llamada regla de san Agustín, conjunto flexible de sugerencias de vida en común. De las dos, la benedictina recorrió triunfante los monasterios medievales a partir del momento en que se fundó el dedicado a los santos Pedro y Pablo en la localidad borgoñona de Cluny. Desde entonces, y especialmente durante el siglo XI, los monjes de hábito negro no sólo habían ido ocupando los monasterios de la Cristiandad latina, sino que los habían dotado de una codificación arquitectónica que resolvía los problemas espaciales de la vida comunitaria. Como reacción contra sus excesos de mundanización surgieron los monjes cistercienses, que, aspirando a seguir con rigor la misma regla de san Benito quisieron distinguirse de ellos desde el propio color de su hábito, ahora blanco, y la inicial austeridad de sus edificios. Paralelamente a estos dos movimientos monásticos de Cluny y Citeaux se fue produciendo una monaquización de los sacerdotes seculares que escogieron para su organización la regla de san Agustín. Estas dos reglas fueron tomadas también por las órdenes militares hispanas.
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