Camille Claudel tuvo dos vidas. Una, impetuosa, “de rabia y de fervor”, durante la que formó parte del ambiente artístico parisino de finales del siglo XIX, en la que amó y odió a su maestro Rodin, y con la que esculpió su nombre en la historia del arte, gracias a la creación de esculturas como
Sakountala,
La edad madura o
El gran vals, aunque el reconocimiento llegase demasiado tarde.
La otra vida transcurrió inmóvil, silenciada, sola y abandonada, y se prolongó durante los treinta años (¡treinta!) que permaneció recluida, en contra de su voluntad, en los manicomios de Ville-Évrad y de Montdevergues. Sobre todo, Montdevergues.
Es en ese escenario, y en esos “treinta interminables años”, en los que la escritora francesa Michèle Desbordes fija la mirada para la escritura de la novela
El vestido azul, recién editada por Periférica. Una mirada enraizada en ese tiempo de silencio y de espera. Sobre todo, de espera. Desbordes recurre a un lenguaje lírico, a un ritmo lento con frases largas y repetición de expresiones, además de a imágenes muy potentes (la silla del pabellón, la ropa de color indefinido, las manos en el regazo o las anotaciones precisas en los cuadernos) para hacernos sentir la “larga, agobiante sucesión de días, siempre iguales”, en los que Camille espera la visita de su hermano Paul. Pasan días, estaciones, años, y ella no hace otra cosa más que esperar.
Y es desde ahí, en el letargo de Montdevergues, donde Michèle Desbordes evoca “el tiempo de antes y el tiempo de después”, donde explora de una manera delicada y profunda los recuerdos y sentimientos de Camille Claudel.
El vestido azul es y no es la biografía novelada de una mujer bella y feroz que tuvo el don de “extraer de la arcilla, de la piedra, lo profundo y lo trágico de un sueño”. Los detalles de la vida de Camille están todos aquí para quien quiera jugar a reunirlos al final de la lectura. Están la infancia en Villeneuve, la relación conflictiva con la madre y la cercanía con Paul, el traslado a París, la relación tormentosa con Rodin y los momentos febriles de creación, los talleres con sus localizaciones exactas, como el del quai Bourbon, donde su salud física y mental se acabaría quebrando. Pero las referencias van surgiendo como pinceladas dispersas, como base en la que cincelar una exploración psicológica del alma de Camille.
Desbordes imagina y desenmaraña los distintos estados de ánimo de la escultora desde el lirismo de la suposición ("me la imagino sentada", "es así como la veo", "no se sabe cómo empieza", "podría creerse que quizás"…), y usa el mismo recurso para evocar con su estilo sutil el contenido de las cartas intercambiadas con su madre, con Paul, con todo aquel que quisiera atender su súplica de liberación. Uno de los aspectos más interesantes de la novela es que no se centra tanto en la relación de Claudel y Rodin, sino que la figura masculina que surge con fuerza es la de Paul, el hermano al que espera ver aparecer en Montdevergues, el cómplice juvenil con el que cogían arcilla a manos llenas para que ella modelase su rostro, el poeta que no entendió que ella se perdiese, el cónsul que desde sus destinos extranjeros accedió en 1913 a internarla en un manicomio del que ya no saldría jamás porque “todo cuanto podía acabar había acabado”. Y, sin embargo, ella lo espera y recuerda “todo lo que soñaron, todo lo que debía ser la vida para ellos”.
Librería Palas, Sevilla
Opiniones
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El vestido azul
Con ritmo y hechuras propias de la poesía, la autora nos sumerge en la mente de la genial escultora Camille Claudel de cuyo fuego creativo y vital sólo quedan los últimos rescoldos, haciéndonos partícipes de la fatal indiferencia nebulosa ante su vida rendida. Con el poder que le otorgan su imaginación sutil y su empática penetración psicológica Desbordes nos permite acompañar a la artista en sus últimos días de encierro, incomprensión y abandono, sin caer en el victimismo o en la explicación facilona, y nos hace asistir a una ruina personal que, como en la vida misma, uno no acaba de explicarse del todo. Pero quizás lo más notable de este texto sea la belleza que acaricia cada párrafo, provocando, como la mejor poesía, una feliz tristeza reparadora.
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