Los cuentos son gente sentada en el umbral de la casa de mi mente.
Fuera hace frío, y esperan.
Miro por la ventana.
Los cuentos tienen las manos frías,
congeladas.
Un cuen...
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Los cuentos son gente sentada en el umbral de la casa de mi mente.
Fuera hace frío, y esperan.
Miro por la ventana.
Los cuentos tienen las manos frías,
congeladas.
Un cuento robusto y bajito se levanta y empieza a agitar los brazos.
Tiene la nariz roja y dos dientes de oro.
Otro de los cuentos es una anciana sentada que se encorva bajo la capa.
Muchos cuentos vienen a sentarse en el umbral unos instantes y luego se marchan.
Tienen demasiado frío ahí fuera.
La calle que está delante de la puerta de la casa de mi mente está llena de cuentos.
Farfullan y gritan, se mueren de hambre y de frío.
Qué impotencia la mía: me tiemblan las manos.
Debería sentarme, cual sastre, a la mesa de trabajo.
Debería tejer prendas de abrigo con los hilos de mi pensamiento.
Los cuentos deberían ir vestidos.
Se mueren de frío en el umbral de la casa de mi mente.
Qué impotencia la mía: me tiemblan las manos.
Busco a tientas en la oscuridad, pero no encuentro el pomo.
Miro por la ventana.
Se mueren muchos cuentos en la calle que está delante de la casa de mi mente.
—Sherwood Anderson
Sherwood Anderson nació en Camden, Ohio, en 1876. Poco después su familia se mudó a Clyde. Abandonó los estudios a los catorce años y a la muerte de su madre se trasladó a Chicago, donde trabajó durante un tiempo como publicista. Harto de la vida de ciudad, volvió a su tierra ya casado y con hijos, y trató de compaginar los negocios con la escritura. En 1919, de vuelta a Chicago, publicó Winesburg, Ohio, que se ganó el favor de la crítica más exigente y le abrió las puertas de los círculos intelectuales de la ciudad. En 1921 viajó a París y allí conoció a Gertrude Stein, con quien mantendría una amistad de por vida. Entre 1921 y 1925 publicó dos novelas, dos libros de cuentos y un volumen de memorias, pero a medida que el mundo literario se trasladaba del Medio Oeste a Nueva York, el prestigio de Anderson se fue apagando. Con el dinero que le procuró la publicación de la novela La risa negra se instaló en un pueblo de Virginia y allí siguió escribiendo. A esa época pertenecen muchos de sus mejores relatos, no obstante, Anderson murió en 1942 sin sospechar que acabaría siendo un clásico de la literatura del siglo XX.
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