Boria, el narrador de esta bella novela es un hombre superfluo, destinado a desempeñar un papel marginal en la sociedad que le ha tocado vivir: la Rusia soviética. Hijo de un pequeño empresario judío, sus orígenes pequeñoburgueses le impiden acceder al mundo universitario en el que cree haber encontrado su vocación, por lo que tendrá que formarse de manera autodidacta y resignarse a enseñar en instituciones de segunda clase.
De manera fragmentaria el sensible Boria va recordando su convulsa vida: la muerte de su padre; sus primeros intentos de ganarse la vida dando clases particulares; la vida en las distintas ciudades en las que le toca vivir: Járkov, Leningrado y Rostov; y, sobre todo, sus amores con la bella Katia, paradigma de la volubilidad femenina. A través de esos fragmentos el narrador va componiendo un emotivo y perspicaz retrato de la vida cotidiana en la Rusia soviética, un mundo dominado por los valores colectivos que tiende a aplastar cualquier atisbo de humanidad.
Métter utilizó elementos autobiográficos en La quinta esquina, que terminó de escribir en la década de los sesenta pero que no pudo publicar hasta 1989. Su aparición lo consagró como uno de los autores rusos más destacados de la época y le dio fama internacional.
«La quinta esquina es un libro esencial para comprender el siglo XX, un ejercicio magistral de sabiduría narrativa y una invitación a seguir luchando por nuestras libertades, pues los totalitarismos, lejos de ser episodios marginales, fluyen como grandes ríos envenenados por el subsuelo de la historia, esperando la ocasión propicia para salir a la luz y liberar las tendencias más destructivas del ser humano.»Rafael Narbona (El Cultural)
«Título prodigioso y al que se le puede poner el adjetivo de subyugante. (...) Narrador de potente estilo propio, tan poético como seco, Métter escondió celosamente el libro más de 20 años después de darlo por terminado. (...) Su mayor atractivo es su estilo, y este se despliega a plenitud por todas las páginas escondidas.»Roger Salas (El País)
«Una joya escondida de la literatura rusa del siglo XX. (...) Emoción, lucidez y lirismo en una historia conmovedora.»Sagrario Fdez.-Prieto (La Razón)
Escrito por: Librería Zubieta-Troa
Comenzar sin entrar en la narración, para no atrofiarse en la trama, en un ángulo. El drama, el imposible amor, la gran Historia, la que traga, mastica y escupe, no detenerse, todavía no, continuar: infancia, juventud, un patio de un tiempo perdido, tiempo y un libro de recuerdos, o el futuro del pasado, la vida, la maldita vida que vuelve y se hace palabras, preguntas, las mismas preguntas con distinta voz, las preguntas a destiempo, y el miedo a las respuestas; y los detalles, los obsesivos detalles, imbricados, acumulados los instantes; los personajes, entran, pasan, sienten o transitan de espaldas al dolor, ciegos o cegados, salen, muerte, pérdida y errores, pasiones, reencuentros. Boria y Katia, dos nombres, vidas, lo humano, lo contrario: Izraíl, Stalin. Detenerse, ahora sí, envueltos en toda su nebulosa.
Porque un libro así no puede quedarse en un argumento, es toda una vida de vidas, historia de historias, de un dolor exacto por universal, y como todo libro de recuerdo (escritos siempre bajo la almohada, donde se acumulan en las noches de insomnio), no tienen patria ni un tiempo concreto, son un derroche personal, o colectivo, inútil en su búsqueda de sentido.
Izraíl Métter (1909-1996), escritor ucraniano que vivió toda su vida con el estigma de ser hijo de judío pequeñoburgués bajo el régimen soviético, que le ignora y le deja malvivir en los márgenes, es aquí aún casi desconocido, pero tras 1989 se convertiría en un escritor fetiche, muy admirado en Europa del Este, con tiradas de sus libros por millares. Y eso lo dio el equilibro, el tono, el enfoque de sus libros, como en este “La quinta esquina”: su propia vida como ejemplo, como testimonio, como caldo de cultivo, investigación de toda una generación, un pueblo dentro de un sueño que se convirtió en pesadilla, y los engulló.
“Confieso que he usado una tinta simpática, Que escribo una carta a través del espejo. No hay otro camino para mí sino éste que encontré de milagro Y que no tengo prisa en abandonar.”
Los certeros versos del Anna Ajmátova, de su “Poema sin héroe”, hermanos de la tinta de Izraíl, presentación para nuestro Boris, protagonista de ese milagro, de toda una vida frustrada, superflua, arrastrada por la imposibilidad, vagabunda de destinos, y curiosamente él, un profesor, es el que se reconoce más ignorante y perdido para enseñar, para enseñarnos nada, porque aún al final de su historia sigue sin respuestas. Y toda una sucesión de huidas, derrotas y supervivencias en el intrincado sistema soviético, en la cotidianidad de vidas ancladas a un designio superior, un nosotros que sesgo todo yo, y que hizo a los corderos verdugos, y lo llenó todo de aullidos, sospechas, denuncias y confesiones, en un silencio amortiguado por, como dice el historiador Orlando Figues, “los que susurran”, porque hasta las paredes oyen, y todo debe ser oculto a la vida oficial. Un paraíso del infierno.
Entre la mediocridad, otros dramas, y por supuesto, el gran drama, el amor: imposible, frío y testarudo. Porque lo humano está hecho de muchos infiernos, y a su exclusión social se une esta otra derrota en esa acumulación de recuerdos, y así frente a Boris tenemos a Katia, retratada de modo magistralmente banal, perfilada desde la vulgaridad: caprichosa, egoísta y perdida. Pero el amor, bello y cruel sinsentido obligatorio, tan bien retratado, y entre medias sucedáneos y más derrotas del que no sabe buscar ni encontrar, por perdido.
Y sin embargo, es curiosa la dulzura, “la tinta simpática” para reflejar el espejo de su historia personal o el camino a través del delirio soviético. Porque a pesar de todo, el viejo Izraíl tiene la grandeza de hacerlo sin rencor, sin oscuridad, repleta de una humanidad que enternece y apabulla, porque logra colocarnos a su lado y saber que él pude ser yo, que todas esas vidas pudieron ser las nuestras. Y de nuevo Ajmátova:
“Veo en sueños nuestra juventud Ese cáliz que pasó por él. Te lo devolveré, si quieres, como recuerdo, Como llama pura en un candil, O copo de nieve en una tumba abierta”.
Y eso es el libro de Métter, un candil, una tumba abierta, y un ejemplo de la maravillosa cualidad del hombre por intentar trascenderse convertido en palabras, recuerdos, sueños, literatura al fin, y luchar contra el tiempo con lo poco que tenemos digno: la belleza y el arte. Abran esa puerta, busquen esa quinta esquina, háganse ese favor.
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